POR: Edwin Avendaño N. / Administrador Público
COLUMNA DE OPINIÓN

En Casanare, las necesidades sociales crecen más rápido que la capacidad del presupuesto para atenderlas. Salud, educación, vivienda, adulto mayor, infraestructura: la lista es interminable, mientras que los recursos siempre resultan insuficientes.
Por eso, los recursos del superávit se convierten en una herramienta clave para financiar proyectos sociales urgentes.
Por eso la Gobernación de Casanare ha intentado en cuatro ocasiones incorporar ese superávit mediante ordenanza y la Asamblea Departamental no lo ha aprobado. El asunto genera desconcierto: ¿se trata de un verdadero análisis técnico o de un pulso político que termina pagando la gente?
La Asamblea tiene razón en exigir soportes claros, porque así lo manda la Constitución y el Estatuto Orgánico de Presupuesto.
Pero también tenía margen de maniobra: podía excluir rubros sin sustento, requerir documentación adicional y permitir que el resto avanzara. En cambio, optó por cerrar la puerta de manera total. Esa decisión, aunque legal, es discutible en términos de responsabilidad social.
Lo que preocupa es el bajo nivel del debate…
Pocos argumentos se respaldaron en norma o jurisprudencia; predominaron posturas subjetivas. Y del otro lado, algunos funcionarios respondieron con calificativos negativos, en lugar de concentrarse en despejar las dudas con criterios técnicos. Al final, lo que faltó fue altura política.
Las consecuencias son claras: la comunidad pierde. Porque mientras Asamblea y Gobernación se cruzan reproches, los programas sociales siguen a la espera.
El Gobierno Departamental no tiene herramientas legales para ejecutar el superávit sin ordenanza. La Ley 819 de 2003 y el Decreto 111 de 1996 son claros: ningún gasto puede hacerse si no está en el presupuesto aprobado por la corporación.
¿Qué alternativas quedan? Reformular y volver a presentar el proyecto, insistiendo hasta lograr un consenso. Ajustar prioridades con el presupuesto vigente y, en casos extremos, acudir a la justicia cuando se afecten derechos fundamentales. Pero ninguna de estas salidas reemplaza lo esencial: el diálogo político serio y respetuoso.
La discusión sobre el superávit no debería ser un pulso de poderes. Se trata de decidir si los recursos se convierten en bienestar para la gente o se quedan atrapados en la maraña institucional.
Y ahí la Asamblea y la Gobernación tienen una responsabilidad compartida: sentarse, concertar y actuar. Porque cada día que pasa sin aprobarse esos recursos es una familia esperando ayuda desde la inversión pública.