Casanare: la vitrina del cinismo político cada cuatro años

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Por Wilson Acosta

Cada cuatro años Casanare se convierte, otra vez, en escenario de una vieja obra que sus protagonistas interpretan con disciplina y descaro: la temporada de politiquería itinerante. Un ciclo repetitivo donde los mismos líderes nacionales, muchos con prontuarios más gruesos que sus discursos, deciden hacer una gira folclórica por la región para enamorar al electorado que, todavía, y dolorosamente, sigue cayendo en las trampas de siempre.

Es un espectáculo predecible. Llegan con cámaras, asesores y guionistas a cuestas. Alzan niños para la foto, comen fritanga para parecer del pueblo y disimular su clasismo, pero además caminan por el comercio y sectores populares buscando conversar con la gente de a pie como si algo genuino se moviera en ellos. Usan las mismas frases desgastadas, prometen lo que jamás han cumplido y venden una cercanía artificial que se desvanece tan rápido como su avión privado al despegar de regreso a sus zonas de confort.

Sus discursos son hermosos, sí. Deberían ganar premios por creatividad literaria. Pero sus antecedentes hieden. Es la cruda verdad. Muchos de ellos han amasado fortunas con el erario público; otros ostentan patrimonios fantásticos cuya procedencia resulta tan inverosímil como la supuesta sensibilidad social que intentan vender en campaña. Y la población, por cansancio, por necesidad o por desinformación, vuelve a posar para la foto con ellos, aun sabiendo que no regresarán hasta dentro de cuatro años.

Mientras tanto, Casanare sigue esperando soluciones reales, la conexión vial de Yopal con el centro del país es, desde hace años, un monumento al abandono. Una región con potencial gigantesco, tratada como un botín electoral y no como un territorio digno de inversión, desarrollo y respeto. Nos buscan para pedir votos, pero no para responderle a un departamento que lleva décadas enviando recursos a la nación y recibiendo migajas a cambio.

Y lo más indignante es la burla silenciosa que sigue después. Cuando ya tienen los votos, regresan a sus mansiones opulentas, se acomodan en sus sillones de cuero, y desde la distancia se ríen del “pueblo casanareño que todavía cree en promesas”. Su acostumbrada respuesta: “No me llame, yo lo llamo” es su expresión burlesca que resulta siendo la verdadera radiografía del desprecio político hacia nuestra gente.

Casanare merece más. Merece líderes presentes, no visitantes. Merece planeación desde el ámbito nacional, no improvisación. Merece inversión, no limosna. Merece dignidad, no fotos circenses.

La pregunta es: ¿cuándo nos cansaremos de que nos traten como un paisaje pintoresco para sus campañas? ¿Cuándo diremos basta a la risa de quienes solo nos recuerdan cuando necesitan llenar sus urnas?

El cambio empieza por dejar de aplaudir a quienes siempre han vivido del engaño. Empieza por nosotros. Empieza hoy.

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