La llamada que toda familia teme recibir llegó a la casa de los Arteaga Cuartas en Manizales. Al otro lado de la línea, una voz entrecortada advertía: Kemel Mauricio, su hijo mayor, estaba desaparecido en Yopal, Casanare.
La noticia cayó como un mazazo en la madrugada del miércoles 28 de marzo de 2007. Su compañera, Diana o Luna, como la conocían, lo había buscado incansablemente.
Sin respuestas, salió a la calle y escuchó de dos amigos artesanos que la noche anterior Kemel y su amigo Andrés Garzón se quedaron vendiendo sus productos en el bar Monguitos.
Un artesano en una vida de amor y paz
Kemel nació el 22 de septiembre de 1976. Terminó su bachillerato a los 20 años, entre tropiezos y validaciones, hasta que finalmente decidió que su vida estaría en las calles, entre ferias y mercados, vendiendo artesanías. Con su mochila al hombro, recorrió Colombia con su bohemia punkera a cuestas, entre hilos, piedras y guadua, disciplina autodidacta y una filosofía de vida libre. Se tomaba sus tragos, fumaba sus porros, pero no molestaba a nadie. Su mundo era el de los feriantes, los mochileros, los hippies con estampados de Bob Marley en las camisetas y canguros repletos de herramientas.
Aquella noche, Kemel y sus amigos decidieron ir al único bar de rock de Yopal. Manuel Gonzalo Pardo, su dueño, recuerda que estaban «muy loquitos» y que entre las 10:30 y la medianoche los echó del lugar. Después, la niebla de la incertidumbre se cernió sobre ellos. Se supo que los subieron a un carro, quizá una camioneta blanca. Y no volvieron a ser vistos. Tres años y ocho meses después, la verdad se reveló con crudeza: sus cuerpos fueron hallados en una fosa común.
Tras la huella de la verdad
La periodista Margarita Arteaga, hermana de Kemel, emprendió una cruzada feroz en busca de respuestas. Fue ella quien lo reconoció en las escabrosas fotografías que le mostró un juez penal militar en el Batallón de Infantería No. 44 Ramón Nonato Pérez. El informe oficial decía que había muerto en combate en la finca El Carajo, en Maní. Quince militares aseguraban que tuvieron que responder a su «agresión armada». En la escena del crimen aparecieron un revólver, una pistola y dos granadas. Un montaje burdo que solo encubría la verdad: había sido una ejecución extrajudicial.
La justicia se convirtió en un sendero empinado. Margarita se alió con la Corporación por la Dignidad Humana, removió tierra en el cementerio de Maní y enfrentó la burocracia estatal. Durante años, la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo respondieron con formalismos. Hasta que, en 2012, con el apoyo de la ONU, se obtuvo el expediente del caso. En 2013, una fiscal ordenó una nueva búsqueda de los cuerpos y descubrió un hecho clave: existió un pago a un informante y felicitaciones a cinco suboficiales. La hipótesis del falso positivo cobró fuerza.
La exhumación definitiva llegó en mayo de 2014. Tres días de trabajo frenético. Cuando todo parecía perdido, la esposa del sepulturero señaló un lugar. A las cuatro de la tarde del 22 de mayo aparecieron los restos. Primero Andrés, luego Kemel. Con ropas ajenas, acribillados, con signos de haber sido ejecutados en el suelo. Las pruebas de ADN confirmaron la identidad. Margarita había recuperado a su hermano. Ahora empezaba la lucha por la justicia.
La historia de Kemel quedará tatuada en la memoria de quienes lo amaron. Sus restos serán depositados en un osario, a la espera de ser cremados cuando la justicia lo permita. Mientras tanto, 15 militares enfrentan un proceso penal. Siete de ellos ya tienen medida de aseguramiento por homicidio agravado, desaparición forzada y porte ilegal de armas.
Yopal, en esos años, era tierra de muerte. Panfletos anunciaban «limpiezas» de indigentes, hippies y artesanos. Selva, una joven feriante, vio cuando los subieron a la camioneta y escuchó sus gritos. «Los mataron por tener crestas, por su pinta extraña». Sus asesinos fueron felicitados. Quizá hasta cobraron una recompensa. Margarita sigue su cruzada, porque en Colombia la verdad se pelea a pulso, entre el dolor, la memoria y la terquedad de quienes se niegan a olvidar.
La verdad sale a la luz
El excabo del Ejército Leandro Eliécer Moná Cano confesó ante la JEP el asesinato de Kemel Mauricio Arteaga Cuartas, uno de los 303 ‘falsos positivos’ cometidos en Casanare por militares, y de una forma cruda, narró los últimos momentos de su víctima. “Antes de accionar el arma, extendió sus brazos y me dijo: «no me dispare por la espalda, máteme de frente«, dijo, mientras abría los brazos como lo hizo Arteaga.
El relato lo hizo entre familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales cometidas por integrantes de la Brigada XVI del Ejército entre 2005 y 2008.
«Hoy quiero limpiar el nombre de su hermano (Kemel Arteaga), de su familia, del dolor de una madre que, a pesar de los tres cánceres que padece, yo la he ido asesinando lentamente también», dijo el excabo.